jueves, 7 de abril de 2011

Punset, Tanto monta ...

 
A veces tenemos hambre o sed, o nos molesta el ruido de una excavadora; estoy pensando en aquellas alertas que nos da el organismo cuando echa de menos una necesidad física y concreta como comer para sobrevivir, beber para calmar la sed o el silencio para que no le rompan a uno los tímpanos. Eso lo sabíamos desde hace mucho tiempo.
La única manera que tiene el cerebro para que sobrevivamos a las distintas adversidades consiste en que sintamos de manera imperiosa la necesidad física de comer, beber o cerrar la puerta. Lo que no sabíamos, lo que acabamos de descubrir, es que idéntica presión ejerce el cerebro cuando se trata no de carencias físicas y concretas, sino también de alertas psicológicas y abstractas, como la de poner remedio al dolor de los demás.
Resulta que el cerebro no distingue entre el hambre y el dolor de los demás a la hora de hacernos saber que algo no funciona y que deberíamos actuar en consecuencia.
Es sorprendente el paralelismo con otro hecho reciente. Es la primera vez en la historia de toda la evolución que, sin apenas saberlo, estamos terminando con la pugna cruel y avasalladora entre los que no tenían nada, por una parte, y los que tenían algo y estaban dispuestos a defenderlo, por otra. Lo ocurrido en Libia es un vestigio de otra época y por eso ha herido la sensibilidad del pueblo llano; aquello no tiene nada que ver con el mundo de ahora, es el simple y triste reflejo de vestigios del pasado, del empeño con el que los que tenían algo defendían lo que consideraban suyo frente a los que no tenían nada.
El final de esa pugna se la debemos a la irrupción de la ciencia y la tecnología en la cultura popular; a pesar de lo mucho que hemos subestimado el impacto de la tecnología en la vida cotidiana, ahora intuimos que debiera bastar para resolver los principales problemas que todavía constituyen una amenaza para el futuro.

Pues bien, también a la irrupción de la ciencia en el pensamiento y la vida cotidiana debemos el hallazgo reciente de que tanto monta la emoción de la empatía o el amor como monta tanto el hambre o la sed: cuando falla una de las primeras, no es menor la fuerza experimentada por el organismo para solventarlas que cuando fallan necesidades apremiantes de orden fisiológico como el hambre o la sed. ¿Cómo y cuándo aprendió el cerebro a compartir el dolor, a saber situarse en el lugar del otro, con la misma intensidad que de siempre supo cuándo arreciaba el hambre?
Cuando el filósofo francés Descartes afirmaba “pienso, luego existo” para recalcar la dualidad supuesta de los humanos entre la mente y el cerebro, entre el alma y el cuerpo, se equivocaba. Los experimentos más recientes sugieren que esa dualidad no existe. Es más, si llego a pensar algo, es porque mi cuerpo existe; un cuerpo que no distingue entre necesidades físicas y concretas, como el hambre, y necesidades abstractas, como la empatía y el altruismo.
No es cierto que el alma sea algo distinto del cuerpo; el pensamiento, del cerebro; el dolor ajeno, de la sed; la empatía, del hambre. Se diría que nuestro organismo supo anticipar mucho antes que la moderna neurología que no estamos divididos en dos elementos separados. El cerebro reacciona ante una injusticia social o el dolor ajeno como si se tratara de una inflamación producida por una herida o de un desfallecimiento por falta de comida.

Autor: Eduard Punset 3 abril 2011